Celibato

Pbro. Ernesto María Caro

En un principio de la Iglesia, ni los diáconos, ni los sacerdotes, ni los obispos debían permanecer solteros (célibes). Será hasta el siglo IV cuando este carisma se desarrollará en la Iglesia principalmente orientado a la evangelización. Ya Jesús había dicho que algunos permanecerían célibes, por causa del Reino de los Cielos (Mt 19,12). Es decir, que es tanto el trabajo pastoral, sobre todo cuando hay que iniciar una comunidad (como es el caso de las misiones), que Dios ha concedido a su Iglesia el don del “celibato por el Reino”.

Por ello, poco a poco, este don concedido a la Iglesia se fue convirtiendo en norma.

Ya para el siglo VII entró a formar parte del derecho, de manera que para ordenarse sacerdote se necesitaba, por una parte la vocación al sacerdocio y por otra el don del celibato. Esta norma permanece actualmente para obispos y sacerdotes, sin embargo, y de nuevo obedeciendo a una exigencia pastoral, los diáconos, pueden ser también casados. De aquí que ahora tengamos diáconos “transitorios”, aquellos que son célibes y que se encaminan al presbiterado, los cuales una vez recibida la ordenación ya no podrán casarse, y los diáconos permanentes, los cuales pueden ser casados, pero no pueden aspirar al presbiterado.