María y la Trinidad

Pbro. Ernesto María Caro

Este tema nos presenta la oportunidad de conocer con más profundidad la relación que existe entre María Santísima y el misterio central de nuestra fe que es el de Dios Trino, o lo que es lo mismo, la relación entre Aquélla por quien nos vino la redención con el Creador del universo.

El nuevo milenio nos presenta la oportunidad de fortalecer la gracia de la conversión y replantear nuestra vida dentro de una perspectiva más evangélica, y para ello nada mejor que proponernos el modelo que la misma Trinidad pensó desde toda la eternidad: La Virgen María.

Sin embargo, el estudio y reflexión del misterio que envuelve a María y a la Santísima Trinidad es tan complejo y maravilloso que se puede contemplar desde diferentes ópticas. Por ello, con gran reverencia y humildad ante tal misterio me permito invitarlos a reflexionar conmigo, en total contemplación, algunos de los elementos que dan luz a este misterio y que seguramente nos ayudarán no sólo a conocer y amar todavía más a Nuestra Madre, sino que, viendo su relación y participación en el misterio Trinitario, seguramente nos sentiremos invitados a imitarla y a buscar vivir como ella un relación íntima, profunda y personal con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

El concepto de historia del mundo pagano es circular, es decir, para ellos todo se vuelve a repetir; nosotros, gracias a la revelación, consideramos que la historia es lineal. Es decir, que tuvo su principio en la creación del mundo y que ésta llegará un día a su final. Es en este proceso lineal de la historia en donde Dios va realizando la salvación de la humanidad. Este proyecto alcanza su culmen cuando al llegar la plenitud de los tiempos Dios envió, por medio del Espíritu Santo, a su Hijo, para que todo el que crea en él tenga vida y la tenga en abundancia (cf. Gal 4, 4; Jn 3, 10; 10, 10). En este proyecto salvífico y, precisamente en el momento culminante de la historia, es donde María Santísima encuentra su puesto, ya que es por su medio como la Santísima Trinidad pone en acto el proyecto que culminará con nuestra vida en el cielo, porque en ella se encarna el Verbo. De esta manera, María se convierte en el punto de intersección entre la línea vertical divina y la línea horizontal de nuestra historia. En otras palabras, María es el nodo que enlaza de manera definitiva la historia humana con la Santísima Trinidad, de ahí su relación única con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

María y el Verbo de Dios

Para seguir el orden lógico expuesto por el Concilio Vaticano II, en el capítulo VIII de la Lumen Gentium, es necesario hablar primero de la relación que tiene María Santísima con el Verbo, ya que es por medio de la Encarnación que queda unida e integrada totalmente al misterio, no sólo de la salvación, sino de la Santísima Trinidad. En la Encarnación, misterio y milagro que escapa totalmente a nuestra comprensión, el Verbo —espiritual y eterno con el Padre—, comienza a ser una realidad corpórea y humana gracias a la cooperación gratuita y amorosa de María. En palabras de San Agustín, diríamos que el Verbo, sin dejar de ser lo que era (Dios eterno con el Padre y el Espíritu Santo), comenzó a ser lo que no era (humano, igual en todo a nosotros, excepto en el pecado). Si alargamos un poco nuestra contemplación hasta el momento preciso de la encarnación podríamos gozarnos interiormente en este misterio por el cual el Eterno comienza a vivir y a crecer en el seno de María Santísima.

Si todos los hombres, por el hecho de nuestra gestación quedamos unidos de manera inexplicable a nuestras madres, podemos en esta contemplación imaginar la unidad y trascendencia de la unión entre María y el Hijo de Dios que tomaba carne de su propia carne. El vínculo entre María y el Verbo de Dios no es entonces únicamente corporal o espiritual, sino trascendente, de manera que si ella ya vivía y era una realidad en Dios, ahora Dios empieza a ser de manera sustancial una realidad en ella. Este es uno de los misterios que fundamentan la fe cristiana, por eso es que ya desde los primeros credos la Iglesia proclamará la Encarnación del Verbo con las palabras: nacido de la Virgen María (Natus ex María virgine).

Uno de los temas que se discuten desde los primeros siglos es precisamente la relación existente entre María y Jesús. Para algunos, María será simplemente la madre del «hombre» Jesús, por lo que la identificarán como la «Cristo-tokos», es decir, la madre de Cristo. La iglesia se opondrá tenazmente a esta herejía que dividirá la Iglesia por espacio de varios siglos, y en el Concilio de Éfeso en 431, en consenso con todos los padres de la Iglesia, será proclamada como la «Theotokos», es decir, como la Verdadera Madre de Dios, de acuerdo a la humanidad del Verbo.

Como vemos, esta relación íntima de María con la encarnación del Verbo es el punto de partida para la validación de la humanidad de Cristo, ya que si Jesús no fue engendrado como todo humano en el seno de María, entonces no es hombre como nosotros, y si no es hombre como nosotros no puede morir, y si no puede morir, entonces, como dice san Pablo, no pudo realizar la salvación y aún vivimos en pecado. Por ello, como ya decíamos, la unidad que existe entre María y Jesús no es simplemente material, sino incluso teológica, ya que María es el punto de referencia para proclamar que Jesús es verdadero hombre.

Otro de los elementos fundamentales de la relación del Verbo con María Santísima es que ella, por la concepción virginal, es también el punto de referencia para afirmar que Jesús es verdaderamente el Verbo de Dios, consustancial al Padre. Sólo si la concepción de Jesús fue por obra del Espíritu Santo podemos afirmar que el Verbo se encarnó y, que sin dejar de ser lo que era, empezó a ser lo que no era. La perpetua virginidad de María Santísima es la prueba irrefutable de que Jesús no sólo es hombre como nosotros, sino que siempre ha sido Dios, con el Padre y el Espíritu Santo. En el momento de la concepción del Verbo —producto de la generosidad y de la fe total de María—, la humanidad queda vinculada para siempre con la eternidad de Dios, pues ahora el Dios creador, espiritual y eterno, empieza a ser parte de nuestra humanidad; es por el «sí», lleno de amor de María, como entra en acto el último momento del proyecto salvífico de Dios, el cual alcanzará la plenitud en el evento pascual de Cristo por su muerte y resurrección. María se convierte así en la Madre de Dios, no conforme a su eternidad, sino conforme a su humanidad y, dado que la humanidad de Cristo después de la resurrección se convierte en el Primogénito de la humanidad resucitada, la maternidad de María no resta en el tiempo sino que se hace trascendente, pues aun durante su vida terrena —después de la resurrección de Cristo—, el vínculo de la maternidad del Verbo de Dios la mantenía unida de manera trascendente con él, el cual vive eternamente a la derecha del Padre.

Como ya hemos dicho, es a partir de la encarnación que María queda unida por la maternidad a la segunda persona de la Trinidad. Esta unión maternal se prolonga, se acrecienta, madura y se transforma a lo largo de los años, en los cuales ella fue, como todas las madres hebreas, la maestra de Jesús. María lo alimentó con su pecho, lo abrazó, y le dio el amor que todo humano necesita de su madre y que hace del hijo como una prolongación del mismo ser de la madre. En Jesús, María podía ver sus mismas facciones, su misma sonrisa, su misma dulzura. Sin embargo, Dios, en su infinito misterio, quiso asociar no solamente a María con su hijo en la maternidad sino en la obra redentora, por lo que, como nos lo muestran las Sagradas Escrituras, María aparece en los momentos más importantes de la vida de Jesús, en donde ella no tiene solamente un papel pasivo sino activo. Y así la vemos, después del nacimiento, en la presentación del Niño en el Templo —momento en el que los israelitas consagran a su primogénito para que sea propiedad exclusiva de Dios. En ese momento, María no sólo acompaña a José, sino que al salir del Templo le anuncian que su misión será la de acompañar a Jesús en su obra redentora hasta la misma cruz. Posteriormente la vemos de nuevo en el Templo cuando Jesús a los doce años empieza a ser «ciudadano» judío y permanece en el templo, mostrando a todos la sabiduría divina y su identidad de Hijo de Dios. Es a partir de ese momento que la maternidad de María se irá transformando de biológica en trascendente.

El proyecto de Dios para María va siempre más allá de lo que nuestras pobres mentes pueden entender. La relación que existe con Jesús llega a su culmen en dos momentos fundamentales de la vida de Cristo: las Bodas de Cana, y la Crucifixión. Sabemos bien que todo nos viene de Dios y que todo lo que Dios nos da es para nuestro beneficio, sin embargo, debido a la relación materna y amorosa que existe entre Jesús y María, ésta es capaz de influir poderosamente en el proyecto de Dios. Este es un misterio que no podemos entender pero que podemos comprobar en nuestras súplicas hechas a Jesús a través de su madre y que quedarán patentes en las bodas de Cana. Por otro lado, este evento, al inicio de la vida pública de Jesús, nos presenta a María como la nueva Eva, la mujer asociada al proyecto creador de Dios en la nueva economía de la salvación. En el pasaje narrado por San Juan vemos cómo, al terminar el relato, los dos son unidos teológicamente por el autor para ayudarnos a comprender hasta dónde Dios tiene a María como el nudo que abraza el cielo con la tierra.

Uno de los momentos de mayor unión entre el hijo y la madre es precisamente el momento del sufrimiento pues, por esa unidad trascendente que se crea desde el seno materno, la madre es capaz de sentir y de alguna manera vivir con el hijo el momento de sufrimiento. Si esto lo podemos decir de manera ordinaria respecto a todas las madres del mundo, podemos considerar lo que ocurría en la crucifixión de Jesús. El evangelista San Juan nos dice que María estaba ahí presente, a su lado, sufriendo con él, ofreciéndose con él al Padre, animando a su hijo a culminar la obra que Dios le había pedido; estaba de pie, como el sacerdote cuando ofrece la víctima; estaba de pie diciéndole, como Job: “tú me lo diste, tú me lo pediste, bendito seas, Señor”. Esta unión entre el Hijo y la Madre no era sólo en María sino en el mismo Jesús; San Juan nos dice que Jesús vio a su madre. Con estas palabras el autor del cuarto evangelio nos invita a contemplar la mirada de Jesús a María, mirada de amor, pero a la vez una profunda mirada de consuelo, como quien dijera: “no llores, estaré bien”. Dos almas y dos cuerpos, pero un solo corazón. La espada profetizada treinta y tres años atrás hería el corazón de María para que el sacrificio realizado por Jesús fuera acompañado también del corazón de su Madre, de aquella que, unida por la Trinidad a la obra redentora, moría de amor y de dolor, para así ser la primera, como dirá más adelante San Pablo, en completar en ella lo que faltó a la pasión de Cristo. Quedó de esta manera sellada para siempre la relación de María con la Santísima Trinidad, relación única e irrepetible.

María y el Espíritu Santo

Cuando seguimos de cerca la vida, la actuación y el papel de María en la Historia de la Salvación, nos encontramos que ella es, si lo podemos llamar así, el marco que encuadra el proyecto salvador de Dios y que conocemos como «Misterio Pascual» y que se refiere no sólo a la muerte y resurrección de Cristo, sino incluso al envío del Espíritu Santo, con lo cual queda concluido el proyecto. De manera que podemos decir que el proyecto salvífico se realiza entre la concepción del Verbo y la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, y es precisamente en estas dos escenas o momentos de la historia en donde María juega un papel fundamental. En el primer momento contemplamos a María, que es presentada por San Lucas como la llena de gracia, es decir, la rebosante del Espíritu de Dios. En esta primera escena que se lleva a cabo en «la plenitud de los tiempos», María no sólo es visitada y habitada por el Espíritu sino que es fecundada por él. Lo más asombroso y único es que esta fecundidad no es de tipo intelectual o espiritual, sino que es una fecundidad física que hace que el Hijo de Dios —el Verbo Divino, la Segunda Persona de la Trinidad— se encarne y tome un cuerpo humano. Por ello, y con mucha razón, ha sido considerado el Espíritu como el Esposo de María Santísima, ya que es por su medio y acción que se realiza la concepción virginal de Jesús en el Seno de María.

El segundo momento culminante del proyecto salvífico de Dios se realiza en Pentecostés en donde de nuevo María tendrá también un papel fundamental. Ella, la llena de gracia, llamaba con su oración al Esposo divino quien, siempre atento a la voz de su esposa, viene y, como en Cana, llena con el «vino nuevo» todos los corazones de los ahí reunidos. Desde entonces la Iglesia reconoce que la continua intercesión de la llena de gracia, mantiene vivo el fuego del Espíritu en los corazones de los que, como ella, oran y buscan con todo su corazón hacer la voluntad de Dios. Y esto no quiere decir que es de ella de donde procede el Espíritu, sino que, por la relación tan íntima que existe entre ella y la Tercera Persona de la Trinidad, es que se hace posible no la creación o la donación del Espíritu, sino la vitalización de la efusión original del bautismo. Pero también es creencia de la Iglesia que es por la intercesión de María que el fuego del Espíritu, el Buen Vino, continúa derramándose y esparciéndose por todo el mundo. María, la primera Evangelizadora, la que llevó por primera vez la noticia de la salvación y el Espíritu a su prima Isabel, continúa por su intercesión realizando esa obra misionera dentro de la Iglesia. De manera que hablar de misiones, Espíritu y María, es hablar del mismo proyecto en la construcción del Reino de Dios.

Es tal la relación que existe entre el Espíritu Santo y María Santísima que a lo largo de la historia y en la misma teología se han visto en María muchas de las funciones que en el estricto sentido de la palabra corresponderían al Espíritu. Sin embargo, por esta relación esponsal que hay entre ellos, la Iglesia nunca ha dudado que aunque la acción le sea propia al Espíritu no tiene empacho en atribuírsela a la Santísima Virgen María. Esta, entre otras, es la base de la poderosa intercesión de María.

Cuando nosotros pedimos algo a través de María y recibimos la gracia, de manera habitual decimos que nos la concedió la Virgen. Esto, como decíamos, en un sentido estricto, sería un error pues todo don viene de Dios, sin embargo, no podemos negar que en una relación esponsal, en la cual se comparten tanto los bienes, como el ser de la persona, lo que hace una puede ser aplicado, aunque sea de manera indirecta, a la otra. Pues este es el caso entre María y el Espíritu; por ello, aunque la gracia recibida ha sido concedida por Dios mismo, no existe contradicción en aceptar que fue recibida por María.

Esto tampoco quiere decir que María sea un puente entre Dios y los hombres, lo cual es erróneo también pues sabemos que tenemos un solo mediador que es Cristo. Esto sólo significa que María es en Dios y Dios es en ella, en una relación que sobrepasa nuestro entendimiento, lo cual nos confirma cuan íntimos son el misterio de Dios y de María.
De acuerdo a la teología, el Espíritu es conocido por su actuar, de manera que viendo su acción en María Santísima, en quien actúo de manera eminente, podremos conocer más sobre la Tercera Persona de la Trinidad. El Espíritu se manifiesta de siete maneras para enriquecer la vida del hombre, y es a lo que hoy llamamos los «dones del Espíritu Santo». Debido a que María desde su nacimiento fue llena de gracia, esto supone la plenitud del Espíritu en ella por lo que la manifestación de estos dones son evidentes y la enriquecieron y adornaron no únicamente para ser la madre del Mesías, sino para mostrar al mundo lo que Dios puede hacer en el hombre si, como María, es dócil a su gracia. Serían muchos los pasajes en donde se manifestaron con gran esplendor estos regalos de Dios, por lo que sólo presentaremos algunos en donde son más evidentes, sin que eso quiera decir que el don mencionado es el único que se manifestó, sino que nos sirve de ejemplo.

El don de sabiduría, que nos lleva a conocer las cosas de Dios y su voluntad es evidente en el “sí” de aceptación incondicional que le dio María al ángel en el momento de la anunciación. El don de inteligencia, que nos ayuda a penetrar los misterios y la intimidad de Dios (iluminación divina), lo podemos apreciar en la paz que mantuvo María cuando José, al no entender el proyecto de Dios realizado en la anunciación, había decidido separarse de su esposa. María, iluminada interiormente, sabe que lo que está viviendo es parte de un proyecto de amor, por lo que con gran paz espera a que Dios actúe. El don de consejo, que le permite al hombre hablar en nombre de Dios (de manera habitual identificado con la misión de anunciar el evangelio), se presenta con fuerza en la visita de María a santa Isabel, en donde proclama abiertamente la salvación a su prima (es evidente también en las bodas de Cana en donde dice: "hagan lo que él les diga" (cfr. Juan 2).

Los dones del Espíritu no únicamente enriquecen nuestra vida, sino que son el medio por el que se puede alcanzar la santidad y con ello la plenitud de nuestra vida. Es por ello que cuando vemos a María, vemos el modelo acabado de santidad, pues en nadie ha obrado tan plenamente la gracia. El don de ciencia nos posibilita entender y ver las cosas del mundo como son en realidad y no como nuestros sentidos nos las presentan, así como María valora mucho más el hecho de estar con su esposo que el tener que dar a luz en una cueva. Para ella lo importante está más allá de sus sentidos. Aunque no tenemos muchos testimonios sobre su oración personal, podemos ver el desarrollo del don de piedad reflejado en su canto de alabanza a Dios. El Magníficat refleja la profundidad de su corazón y el ardor de su oración. El don de fortaleza, que nos capacita para dar testimonio de fidelidad a Dios aun en medio de nuestros sufrimientos y dificultades, se ve patente en ella desde la anunciación hasta el calvario. Nadie como ella sufrió, nadie como ella manifestó fidelidad a Dios, en nadie como ella actuó el Espíritu de fortaleza. Finalmente, el don de temor de Dios, que nos ayuda y posibilita para amar a Dios por sobre todas las cosas hasta el extremo de llegar a sentir tristeza de ofenderlo, se muestra con esplendor en la vida de María, que prefiere perder lo que más ama en este mundo (a José), incluso hasta la propia vida, con tal de agradar y de ser fiel al Señor. Su Fe, en medio de la más densa oscuridad, es prueba patente de su inmenso amor a Dios, es la manifestación más clara de su ser «lleno de gracia». Por ello, en María, su Divino Esposo se recreó perfeccionándola no sólo para que fuera modelo de toda la Iglesia y de la humanidad redimida, sino para él mismo gozarse en la perfección que él mismo había creado y la docilidad y respuesta a su eterno amor que María siempre le brindó todos los días de su vida.

María y el Padre eterno

Finalmente, trataremos de abordar en nuestra meditación el misterio inefable que envuelve el misterio de María y del Padre. Queremos proponer algunas de las ideas teológicas y espirituales que pueden llevarnos, en nuestra meditación personal, a introducirnos en las profundidades del misterio de María en su relación con el Dios Trino. De acuerdo a la teología tradicional, María puede relacionarse desde dos perspectivas con el Padre: por un lado, tendríamos su relación filial de hija, la cual le viene de la adopción realizada por la acción salvífica de Cristo; la segunda, como producto de compartir la filiación con la segunda persona de la Trinidad. La primera contemplación nos presenta a María Santísima como nuestra hermana, es decir, hija del mismo Padre, sin embargo, el Concilio Vaticano II ha tenido cuidado de llamarla «Hija Predilecta», ya que si la filiación divina nos viene por la acción del Espíritu, que es quien nos injerta en Dios, nadie ha estado tan lleno de gracia como María, quien ya al momento de la anunciación es saludada por el ángel como la “llena de gracia”. Esto ha sido visto como uno de los signos eminentes de la Inmaculada Concepción, y de esta predilección. Podemos decir que si nosotros, como nos dice San Pablo, llamamos “Abbá” al Padre celeste, y lo podemos hacer con amor filial, nadie sobre esta tierra lo puede amar con más intensidad (salvando todo cuanto se refiere a la filiación divina del Hijo con el Padre), que la Santísima Virgen María.

Si algo agrada al Padre es la obediencia y por ello, ya desde los Santos Padres, María ha sido llamada la Nueva Eva, ya que mientras en el paraíso, por la desobediencia de una mujer (Eva), la humanidad fue sometida a la muerte, por la obediencia de otra mujer (María), Dios nos ha dado la gracia y la redención. De manera que María se relaciona de una manera íntima con el Padre de la misma manera que lo hace Jesús por su obediencia incondicional y total a su voluntad. Por ello, su relación e intimidad con el Padre se fue desarrollando hasta alcanzar el grado máximo de amor y fidelidad cuando, unida con Jesús en la Cruz, pronunciará en su corazón su último «fiat», su último: “hágase como tú dices y no como a mí me gustaría... hágase, según tu voluntad”. La actitud de María delante del Padre nos muestra que la oración del padrenuestro sólo tiene sentido si nosotros estamos, también como ella, dispuestos a hacer la voluntad de Dios, pues es precisamente en ella en donde crece nuestra relación de amor con el Padre.

La relación de María Santísima no se limita —como en todos nosotros— en el hecho de ser hija de Dios, sino que comparte, como dice el P. Pikaza, la generación de Jesucristo, pues con el mismo sentido y propiedad que Dios llama a Jesús «Hijo mío», lo hace María Santísima. Jesús, siendo verdadero Dios y verdadero hombre, participa de la filiación tanto con María como con su Padre eterno. Dios establece así con María una relación de confianza infinita, pues siendo el «generador» del Verbo confía totalmente la generación humana de Jesús no sólo al seno de María, sino al amor perfecto y trascendente de la que en vías a su maternidad fue preservada del pecado y llena de gracia desde el primer momento de su existencia. Esta relación de confianza ha hecho que su intercesión sea grande tanto ante su Hijo, como ante el mismo Padre. Esto es posible si recordamos que Jesús había dicho ya que todo lo que se pidiera en su nombre lo obtendríamos. Si unimos esto a lo que acabamos de decir, sólo María se puede referir al Padre por medio del Hijo de una manera única, pues nadie más que ella le puede decir al Padre: Te lo pido en nombre de nuestro Hijo, refiriéndose precisamente a Jesucristo.

Sabemos que en el orden natural los hijos nos parecemos a nuestros padres. Por ello, Jesús decía a sus discípulos: “Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto”. En esta perfección María se relaciona de una manera especial con el Padre del cielo, pues su ser «lleno de gracia» hace de ella un arquetipo de la semejanza con el Padre (hasta donde humanamente es posible). Podríamos decir que, de la misma manera que viendo al hijo reconocemos los rasgos del padre, viendo a María podemos reconocer en ella de manera «eminente» esta semejanza. Esto hace, por otro lado, que el hijo busque, no sólo identificarse con su físico (lo cual es imposible en Dios), sino con sus metas y objetivos. Es así que María en esta identificación con «su» Padre busque en todo momento no únicamente hacer su voluntad, sino contribuir con todo su ser al desarrollo del proyecto del Padre, que es la salvación del mundo. Su “sí” generoso al anuncio del ángel, el acompañamiento a Jesús hasta la misma cruz, y el estar en Pentecostés con los apóstoles para provocar con su intercesión que la «hora» se llegara, hace de ella, el modelo de los hijos que, sabiéndose identificados con el proyecto del Padre, ponen toda su vida hasta ver realizada la obra.

Dios ha querido unir a María, por medio del misterio de la «Maternidad Divina», a su propio misterio, creando, como hemos visto, relaciones tan particulares con cada una de las personas divinas que hacen de María un misterio del cual apenas, después de 2000 años de reflexión, parecería que nos hemos acercado a la playa de este insondable mar. Si queremos seguir adelante en el profundizar y descubrir quién es María para Dios y para nosotros, tendremos que continuar el camino de San Pedro quien, perplejo ante la pregunta de Jesús “¿quién dicen ustedes que soy yo?”, se deja inundar por la gracia para responder: “Tú eres el Mesías, el hijo de Dios vivo”. En los inicios del nuevo milenio debemos levantar nuestros corazones en oración y contemplación para que él que la creó, la llenó de dones, la predestinó para ser la madre de su Hijo y finalmente la llevó a vivir con él por toda la eternidad, nos revele, en lo más íntimo de nuestro corazón, quién es María.