Cruz

Pbro. Ernesto María Caro

Ordinariamente se tiene la idea, principalmente guiado por las películas, de que la cruz que cargó Nuestro Señor, fue una cruz como la que vemos por todos lados. Sin embargo, la realidad es que el vástago estaba de ordinario fijo en los lugares en donde los romanos acostumbraban martirizar a sus enemigos (generalmente junto a los grandes caminos o en las entradas de las grandes ciudades, de manera que todos pudieran ver a los martirizados, como un escarmiento). El travesaño se conocía con el nombre de “suplicio” y era el que cargaba el prisionero. El prisionero era obligado a cargarlo sobre un hombro. Se le ataba una mano y un pie al suplicio, mientras que la otra se le ataba a la cintura, por lo que casi todos los presos se rompían la nariz, antes de ser clavados, por las múltiples caídas.

Al llegar al lugar del suplicio se les desnudaba completamente, y se les clavaban las muñecas al suplicio, rompiéndoseles un nervio que les producía un dolor tremendo a los presos. Ya clavados, se levantaba por medio de cuerdas el suplicio y se encajaba en el vástago para formar una “T”. Se acomodaba el “patíbulo” a la altura de los pies del ajusticiado de manera que pudiera pararse sobre éste y luego se le clavaban también los pies. Se les dejaba en este estado hasta que el cuerpo, por agotamiento se debilitaba, y el preso moría de asfixia lentamente (podían durar cinco o más días en agonía).

Jesús no murió de asfixia, pues el castigo de los latigazos lo desangraron. A los ladrones crucificados con él les rompieron las piernas para que la asfixia fuera inmediata. Verdaderamente la cruz era algo atroz… y Jesús la vivió por ti y por mí.