Eucaristía y reconciliación

Pbro. Ernesto María Caro

Si Dios, por medio de Jesucristo, me ha regalado una nueva vida, una vida en abundancia, una vida feliz, libre de traumas y angustias, una vida que ya ha sido pagada, ¿cuál es la causa por la cual sigo aún viviendo esta vida triste, sin sabor y no he experimentado esta vida nueva?

Jesús dijo: Yo soy la vida (Jn 11, 25); él, por lo tanto, tiene en sí mismo la vida, es la fuente de la vida nueva, de la vida en abundancia, pues posee por sí mismo la plenitud del Espíritu, de tal manera que para poder participar de su vida, es necesario recibir la vida de él; dejar que esta vida, la vida del Espíritu, circule por nosotros como una savia.

Para explicar esto, Jesús usó de una comparación que la ilustra muy bien (Jn 15, 1-7).

Es decir, para poder experimentar la vida en abundancia, es necesario estar unido a Jesús como el tronco lo está con las ramas, para que, así como de la savia del tronco viven las ramas, así también nosotros vivamos del Espíritu de Jesús. Si quisiéramos actualizar la comparación de Jesús, podríamos utilizar como ejemplo, en lugar de la vid y los sarmientos, la corriente eléctrica y los aparatos eléctricos. Así, pensemos en una licuadora, la mejor, la más nueva y la más útil; si no la conectamos, por más que sea la mejor, no sirve para nada, pues algo así pasa con nosotros cuando no estamos unidos a Jesús. En otras palabras, lo que necesitamos para experimentar la vida en abundancia es conectarnos, unirnos íntimamente a Jesús para que nos comunique su vida, la vida plena.

Es importante notar cómo en el pasaje de la viña nos recalca que es necesario mantenernos unidos a Él y además guardar sus mandamientos, quien así lo hace, permanece unido a Él y correrá por él la vida perfecta. En otras palabras, nos invita a que esta unidad no sea sólo de manera esporádica, de domingo, de día de reunión cristiana; debe ser permanente.

LA EUCARISTÍA. (Los Sacramentos)

Ahora bien, ¿de qué manera nos podemos unir a Él? (Jn 6, 51-56). En esta cita Jesús nos dice que, comiendo su carne y bebiendo su sangre, permanecemos unidos a él y él a nosotros; en otras palabras, la Eucaristía es el Sacramento de unión con Jesús, no hay otra manera, o al menos no tan plena, de estar unido a Jesús; quien no se acerca a la Eucaristía, acabará por secarse y jamás correrá por él la vida de Jesús, quedando así condenado a vivir una vida infeliz, le sucederá como a la rama separada del árbol que terminará por secarse y no servirá sino únicamente para ser quemada o tirada lejos.

Esto nos explica por qué tanta gente vive sumida en el pecado llena de problemas, traumas, insatisfacciones, etc.; es gente que no se acerca a comulgar y que, por lo tanto, no experimenta la vida de Jesús. Es gente que piensa o dice: ¡no estoy tan mal!, esto es verdad, pero lo que Jesús nos ofrece no es no estar tan mal o incluso estar bien. Él nos habla de abundancia, siempre nos habla en términos de plenitud, de totalidad, tiene todo para dárnoslo; cierto es que podemos conformarnos con minucias, con migajas, pero el cristianismo es para los que se han decidido a participar de la plenitud de la vida en el amor.

Ahora bien, no podemos acercarnos a comulgar si no estamos en comunión con Dios, es decir, si le hemos rechazado, ya que esto será acercarnos de manera indigna a la mesa del Señor, pues estamos en pecado, y acercarnos en estas condiciones es mucho peor que no hacerlo, pues es una grave ofensa a Dios, como nos lo dice el apóstol san Pablo (1Co 11, 27-28). Si estamos en pecado es necesario reconciliarnos con Dios por haberle ofendido a él o a nuestro prójimo; para esto, Jesús nos dejó un sacramento que nos devuelve la comunión con Dios y nos reinjerta en él, y es el sacramento de la reconciliación (Jn 20, 21- 23), y que es administrado por los sacerdotes y los obispos.

Existen algunas personas que pretenden negar que los obispos y sacerdotes tengan la autoridad y el poder de Dios para poder perdonar los pecados. En tiempos de Jesús pasó lo mismo, pues los fariseos negaban o dudaban que Jesús pudiera hacerlo (Lc 5, 20 -26), mas Jesús había recibido de su Padre este poder, mismo que, como ya vimos en la cita de san Juan, él mismo confirió a los apóstoles.

Somos personas débiles que constantemente caemos en hacer lo malo debido a nuestra propensión al pecado, como nos lo dice san Pablo (Rm 7, 21- 25). Jesús lo sabe, por lo que lo malo no es caer sino no querer levantarse y preferir vivir en pecado. Tan pronto como por nuestra debilidad nos apartamos de Dios, es necesario regresar a él por medio del sacramento de la reconciliación, que es un momento de encuentro con el amor de Dios, un reencuentro con el Padre.

Jesús, para ilustrar este hecho del abandono que hace el hombre a Dios por medio del pecado y de cómo este abandono trae al hombre la infelicidad total, propuso la siguiente parábola (Lc 15, 11-24). En esta parábola vemos con claridad cómo el hombre abandona y rechaza el amor de Dios y prefiere vivir según sus propios criterios, y cómo Dios está siempre esperando con ansia su regreso, no para reprenderlo, sino para llenarlo con sus bendiciones y llevarlo de nuevo a casa.

Analicemos detenidamente la situación del hijo que se alejó de la casa de su padre:

1. Abandono del padre
El muchacho se siente autosuficiente y decide vivir su vida, pues considera que no necesita del padre y, tomando lo suyo, se va. El cristiano se siente autosuficiente y decide vivir su vida sin Dios, toma la gracia que ha recibido del bautismo y camina solo.

2. Experimentar las consecuencias del pecado
El muchacho, al vivir lejos del padre, comienza a pasar hambre, siente tristeza y reconoce que está en una situación de infelicidad. El cristiano empieza a sentirse triste, amargado y no sabe cuál es la causa, culpando al cónyuge, a los hijos, etc. de la situación desagradable en la que se encuentra.

3. Decide regresar al padre.
El muchacho analiza y ve que estaría mejor en casa del padre aún cuando sólo lo recibiera como uno de sus empleados, así que, arrepentido, decide regresar a confesar su culpa y a pedir ser admitido nuevamente en la casa del padre. El cristiano analiza su conciencia y busca salir de esa situación de infelicidad, angustia, intranquilidad, etc., reconciliándose con Dios, ya que solamente con él podrá recuperar la paz.

4. Regreso al padre
El muchacho, con decisión firme y corazón arrepentido a los pies de su padre, confiesa su culpa y pide ser readmitido en su casa. El cristiano va ante el sacerdote (representante del Padre) y ahí, a sus pies, con un corazón arrepentido, confiesa su culpa y pide ser admitido de nuevo en la Iglesia.

5. Fiesta de bienvenida
El muchacho, ya reconciliado, participa de la fiesta preparada en su honor como signo de comunión con su padre. El cristiano, ya reconciliado con el Padre y readmitido en la Iglesia, participa del banquete eucarístico, fiesta preparada en su honor para entrar en comunión con Dios.

Este cuadro comparativo nos muestra cómo se realiza el proceso del pecado en el hombre y cuál es el camino para regresar al Padre. Es claro que lo primero que debemos hacer es darnos cuenta de que nos hemos apartado de Dios y de que estaríamos mejor en la casa del Padre, y que, por lo tanto, debemos regresar. No basta, pues, con estar arrepentido, sino tomar acciones concretas para regresar a la casa del Padre, como lo hizo el joven de la parábola, por lo tanto, no podemos admitir, como lo hacen los hermanos separados, que basta con arrepentirse de los pecados para que Dios nos perdone, es necesario ir a la casa del Padre con un corazón arrepentido y decir, ante el vicario o representante del Padre: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”, de la misma forma como lo hizo el joven de la parábola.

Siguiendo el itinerario del joven de la parábola, podemos descubrir los cinco pasos necesarios para hacer una buena reconciliación:

1. Examen de Conciencia (v.17):
  Darnos cuenta de que hemos abandonado a Dios y revisar la causa.

2. Dolor de haber pecado (v.18):
  Sentir tristeza al darnos cuenta de que al pecar hemos ofendido a Dios y/o a nuestros hermanos. Hacernos conscientes de un verdadero arrepentimiento de corazón.

3. Propósito de enmienda (v.20):
  De nada nos sirve arrepentirnos si no estamos dispuestos a no repetir las acciones cometidas y a cambiar nuestras actitudes.

4. Confesar nuestras culpas ante el sacerdote (v.21):
  Buscando la reconciliación de parte del Padre y poder escuchar de sus labios: “en el nombre de Dios, yo te perdono; vete en paz y no peques más” (no suponer que Dios ya nos perdonó, como lo hacen los que no participan del sacramento de la reconciliación).

5. Cumplir la penitencia:
  Dar una satisfacción por haber ofendido a Dios y al prójimo, algo que nos ayude a perseverar en la gracia.

PECADO VENIAL Y PECADO MORTAL (O GRAVE)

Algunas personas no saben distinguir las faltas graves de las faltas que no rompen nuestra comunión con Dios. A ellos hay que explicarles que las faltas que rompen nuestra comunión con Dios, son aquellas que cometemos con pleno conocimiento y pleno consentimiento. Pongamos un ejemplo para ilustrarlo: Si por la mañana, mientras voy manejando o en el camión, alguien se atraviesa en mi camino o me empuja sin querer, y yo por mi carácter agresivo o impulsivo respondo con un insulto o agravio, pero inmediatamente me excuso y cambio de actitud, no pasa de ser una falta menor que conocemos como debilidad o pecado venial. Otro ejemplo sería: Si cuando salgo a barrer me encuentro la vecina que me cae mal, le paso mi basura, esto sí constituye una falta grave que rompe nuestra comunión con Dios y con los hermanos, y que, por lo tanto, nos impide acercarnos al sacramento de la Eucaristía.

Lo dicho anteriormente, queda de dentro del área de la formación de la conciencia de cada persona, ya que nosotros no somos quien decide si una falta es grave o mortal o no lo es, ya que esto depende no sólo de la gravedad de la materia, sino también del grado de consentimiento y libertad que se de en cada acto. La formación de la conciencia debe de ser tal, que permita al hombre discernir si las acciones que realiza en su vida lo unen a Dios o lo alejan de él.)

Por otro lado, debemos aclarar a las personas que no debemos consentir o analizar siquiera si una acción es muy mala o sólamente poco mala. Nosotros como cristianos enfocamos nuestra atención a agradar al Señor y no sólo en no ofenderlo. El pensamiento correcto ante nuestras acciones es preguntarnos: con esto que estoy pensando o que voy a hacer o a dejar de hacer, agrado más a Dios? En lugar de preguntarnos si con ello le ofendemos y en qué grado le ofendemos, dado que esto nos llevará a aceptar las faltas menores y no nos permitirá alcanzar la santidad que estamos buscando.

Ahora bien, existen pecados que se llaman “habituales”, los cuales no pueden ser perdonados hasta que la persona no abandone el pecado, se arrepienta y haga el firme propósito de no volver a realizarlo, al menos de manera intencional o premeditada. Este es el caso de los que viven en unión libre o los que están únicamente casados por el civil, ya sea porque así lo han decidido o por situación de un matrimonio anterior realizado por la Iglesia que les impide volver a recibir el sacramento del matrimonio; ya que, para la Iglesia y para Dios, la pareja está viviendo en pecado, y no puede recibir la absolución hasta que no regularicen su situación mediante el sacramento del matrimonio, ya que el Señor dijo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola carne” (Mt 19, 5). Esta clase de pecado se llama habitual y no se puede perdonar si no se separan o se casan sacramentalmente, pues la pareja, mientras no decida hacer una de estas cosas, es signo de que no están arrepentidos de vivir en esta situación y que por lo tanto no van a hacer nada para ya no ofender a Dios (en muchos casos, incluso, se ven ofendidas terceras personas).

Los matrimonios que por alguna situación se separaron de su primer matrimonio y viven ahora con otra persona son considerados irregulares y, por lo tanto, no pueden recibir los sacramentos. Esto no los excluye de la Iglesia, pero les imposibilita la participación plena en ella.

El Papa nos llama a tratar con caridad a estos matrimonios y a brindarles la oportunidad de crecer en el amor a Dios y a ayudarles a formar a sus hijos en nuestra fe. Nos dice que hay ocasiones en que no es fácil salir de esta situación de pecado, ya sea porque alguno de los cónyuges, debido a su ignorancia religiosa, se niega a recibir el sacramento o porque alguno de los dos ya está casado por la Iglesia, y no es fácil resolver esta situación. En este caso, acogerlos, orientarlos y hacerlos sentir amados por Dios y por la Iglesia que ama al pecador y rechaza al pecado, animándolos a que pidan a Dios la luz y los medios que los ayuden a salir de esta situación.


** Fuente de la imagen http://www.churchforum.org/arte/la_ultima_cena.htm?q=Arte/la_ultima_cena.htm